En pocos días más, el 18 de diciembre, Pergamino volverá a mirar atrás para recordar uno de los momentos más significativos de su historia reciente: la inauguración del Viaducto que unió avenida Rocha con Vélez Sarsfield y transformó de manera irreversible la vida diaria de miles de vecinos. Han pasado veinte años desde aquel día de diciembre de 2005, pero la emoción que rodeó la obra sigue intacta en la memoria colectiva. Porque no fue solo un paso bajo nivel: fue un puente emocional, una decisión política valiente y un gesto de integración urbana que marcó para siempre a la ciudad.
Durante décadas, las vías del ferrocarril fueron una frontera silenciosa. Separaban barrios, demoraban rutinas, generaban riesgos y alimentaban la sensación de que Pergamino estaba partida en dos. Cada vecino del sur recuerda el sonido de las barreras bajando y el tren estirándose como una línea interminable que obligaba a esperar. Esperar para llegar al trabajo, a la escuela, al médico, a ver a un familiar. Esperar incluso cuando había urgencias. La ciudad convivía con ese límite como con un destino inevitable. Hasta que, un día, comenzó a imaginarse distinto.
Héctor Gutiérrez
La obra nació en la gestión del entonces intendente Héctor “Cachi” Gutiérrez, quien convirtió ese sueño urbano en un proyecto concreto. Pero no lo hizo solo: lo acompañó un equipo técnico que supo combinar visión con conocimiento y trabajo cotidiano. Carlos Elizalde, Osvaldo Campaño y Elsa Baldomá, piezas esenciales de un engranaje que empujó la idea incluso cuando las circunstancias económicas del país hacían tambalear cualquier plan de infraestructura. Hubo discusiones, dificultades, idas y vueltas. Pero también hubo algo más fuerte: la convicción de que Pergamino necesitaba dar ese paso.
La comunidad lo sintió desde el primer momento. Cuando la obra comenzó a materializarse, cuando el hormigón se elevó y la traza empezó a tomar forma, la ciudad entendió que algo importante estaba ocurriendo. No era un túnel más: era una puerta abierta al futuro. Y la inauguración, aquel 18 de diciembre de 2005, fue el reflejo de esa emoción acumulada. Cerca de 10 mil personas se acercaron a vivir lo que sabían que sería un momento histórico. Familias completas caminaron por la calzada recién terminada, los chicos corrían, los adultos sonreían, los vecinos del barrio Acevedo se mezclaban con los del centro, como si estuvieran cruzando simbólicamente esa frontera que los había separado durante tantos años.
Día inolvidable
El primer descenso fue una imagen imborrable. Se escucharon aplausos espontáneos, bocinas, gritos de alegría. Algunos lloraron. El cruce entre avenida Rocha y Vélez Sarsfield ya no dependía del capricho de ninguna barrera. Por primera vez, Pergamino estaba unida de manera definitiva.
Desde ese día, nada fue igual. El Viaducto ordenó el tránsito, dio seguridad, agilizó la conexión con Acevedo y revalorizó toda la zona sur. Pero también cambió algo más profundo: la percepción de la propia ciudad. Mostró que Pergamino era capaz de proyectarse a largo plazo, de concretar obras estructurales y de mejorar la vida cotidiana de su gente. Fue, para muchos, la obra más importante de la historia reciente. Y no por su tamaño o por su costo, sino por su capacidad de sanar una separación de décadas.
Cambio todo
Con el tiempo, la obra se volvió parte del paisaje. Hoy los pergaminenses pasan por el viaducto casi sin pensarlo. Pero cada cruce entre Rocha y Vélez Sarsfield sigue llevando consigo aquella historia: la del día en que la ciudad decidió conectarse, avanzar, crecer. La del día en que miles de personas compartieron una alegría colectiva que aún perdura.
Dos décadas
A veinte años de aquella inauguración, el recuerdo vuelve a emocionarnos. Volvemos a ver el esfuerzo de quienes lo hicieron posible, el compromiso del equipo técnico, la insistencia política, el orgullo de los vecinos y la sensación de que estábamos frente a un acontecimiento que trascendería generaciones. Volvemos a sentir el alivio de haber dejado atrás los tiempos de espera, las barreras bajas, los cruces peligrosos y la ciudad fracturada.
El viaducto se convirtió, sin proponérselo, en un símbolo. Y los símbolos -los verdaderos- no envejecen. Permanecen porque narran quiénes fuimos, quiénes somos y hacia dónde quisimos ir. A dos décadas de aquel paso inicial, Pergamino lo sigue atravesando cada día, como una manera silenciosa de recordar que las grandes decisiones no solo cambian calles: cambian destinos.
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